La ceremonia del vino fue estrictamente reglamentada -en relación con la comida- en las cortes europeas, y muy especialmente en la francesa, entre los silos XVII y XVII. Los gourmet del siglo XIX mantuvieron en sus escritos esas reglas, esa rigidez.
Esas costumbres constituyen en suma, una ortodoxia. Son pocos y arcaicos quienes aún las respetan a rajatabla.
La relación con el vino debe ser familiar, directa, alegre.
El vino en las comidas
Es en este plano esencial donde la ortodoxia tradicionalista ha sufrido más derrotas. Durante muchísimos años se prescribía que los vinos blancos debían acompañar -con sentido más homeopático que lógico- a los pescados y carnes blancas tales como el pollo por ejemplo. Los tintos livianos, tipo cabernet, a las entradas de carne asada y los borgoñas, más densos, a los platos de salsas fuertes o guisos. Era una teoría del "complemento"; de la complementación.
Desde ya hace unas décadas se comenzó a reconocer que esta gradación complementaria es absolutamente prescindible y carente de imaginación. Ocurre que la "complementación" puede y debe alternarse con la compensación.
¿Qué impide "compensar" el ardor de una salsa a la diàble, fogosa en su pimienta, con un tinto suave o un blanco frío? Nada. ¿Acaso un blanco de pavita no permite admirar la densa voluptuosidad de un borgoña?
Por supuesto que el tema es de nunca acabar; pero debe remarcarse un punto fundamental. Más que el tipo de carne es la preparación y la salsa la que debe decidir -como se sabe- de los vinos. No hay nada que obligue a comer la paella, con su fuerte quemadillo de fondo, su azafrán, su pollo, sus mariscos, su compleja riqueza, con un vino blanco. La paella soporta y ama cualquier tinto.
A la inversa, otro axioma remanido, es también inexacto: el champagne no puede acompañar cualquier tipo de plato: las versátiles burbujas no se llevan bien con las pastas, no tienen nada que ver con las achuras (despojos, menudos) o con un guiso de lenteja.
No debe confundirse moda con exageración.
Fuente: